Siempre he querido escribir sobre la mano de Elsol. Tengo el miedo de olvidar cómo se siente su mano, ya que la última vez que la toqué fue hace más de veinte años. Hoy durante la meditación de mi clase de yoga, en mi mente de repente sentí su mano muy cerca y casi pude tocar su piel y palpar su calidez.
Elsol tenía manos finas sin callos, las de un intellectual, diría mi abuela. De piel lisa y blanca, dedos largos y esbeltos, y nudillos discretos. Las uñas siempre bien cortadas o más bien perfectamente mordidas.
Cuando empezamos nuestro noviazgo, éramos los dos estudiantes más jóvenes del colegio. “Dos bebés,” dijo un compañero de la maestría. Primero me tomaba de mano para cruzar las calles. Luego íbamos mano en mano a todas partes – la escuela, el cine, el tianguis, la lavandería… La única vez que soltó mi mano fue cuando tuvo que correr detrás del muchacho en La Habana quien nos arrebató dinero y se echó a correr. No tardó Elsol en regresar con nuestros dólares y me tomó de la mano de nuevo a seguir nuestro paseo.
En todos los años que vivimos juntos, dormimos con manos entrelazadas. Al apagar la luz, nos buscamos la mano. Si nos despertamos a media noche y encontramos nuestra mano vacía, buscamos la otra mano antes de volver al sueño.
En tiempos de angustia, esa mano me transmitió tranquilidad. En tiempos de tranquilidad, esa mano fue mi fiel compañía.
El siempre me decía que atravesé su vida como un carro que pasó rápidamente por una calle con charcos justo cuando él, un pobre perrito, estaba cruzando la calle tranquilamente, y “¡zummmm!” quedó todo mojado en medio de la calle sin saber qué hizo para que le tocara tal suerte.
En realidad yo me quedé empapada también. Después de partir, extrañé su mano desesperadamente. Tuve que aprender a vivir sin esa mano. Sufrí.
Con el transcurrir del tiempo, la ternura de su mano se ha convertido en algo como el elusivo perfume en el aire. Lo percibo, mas no lo encuentro. Ando como otro pobre perrito, husmeando y husmeando, sin poder hallar la fuente de esa aroma.