Gotas de Rocío

Sueño Con Serpientes

Por muchos años, él estaba naufragando en el estómago de una serpiente. No tuvo tiempo de contemplar o pensar cuando lo engulló. Recordaba que le había ofrecido a la serpiente una rosa, roja profunda como se imaginaba del color de su propia sangre. La rosa fue dañada cuando la víbora se le arrebató y lo tragó a él con todo y su ofrenda.

La serpiente venía de un mar de lejos. Larga e interminable, se movía con determinación, mas sin rumbo ni destino. En su barriga vacía llevaba una insaciabilidad, que ni ella sabía de qué. Era transparente y tomaba los colores de sus alrededores. Era una hermosura cuando nadaba por arrecifes de coral.  La serpiente miró el trébol en la sien de él cuando éste le ofreció su rosa. Lo devoró en un segundo y la digestión tomó años. De hecho, la culebra rumiaba toda su vida lo que extrajo de él.

Mientras paseaba por el interior de la serpiente, él dejó plantadas semillas de su trébol a lo largo del cuerpo reptil. Ella jugaba con las hojas del trébol sin prestar atención a las semillas esparcidas como un veneno del bien. A él lo sacudía y lo confundía cuando ella batallaba en las tempestades de su mar y lo hería con la ignorancia e incluso indiferencia de su propio impacto. Él siguió sembrando semillas de su trébol, hasta que un día la víbora lo eructó para afuera durante un tsunami.

Al liberarse del vientre de la serpiente, él encontró la rosa intacta en su mano, profundamente roja como su propia sangre, llena de bien y de verdad.

Un día, de la serpiente nació una paloma, blanca como la nieve y tierna como un pan nuevo. En el pico de la paloma acarreaba un trébol, verde y fresco como la primavera.

Gotas de Rocío

El Parto

“¡Ay, Dios mío!”, gimió la esposa del carnicero, poniendo una mano sobre su vientre.

“¿Qué pasa, mujer?”, preguntó el carnicero, muy preocupado.

“Mande por Sra. Salazar por favor,” ordenó la esposa.

El carnicero se puso su sombrero y fue corriendo a la casa de la partera.  En unos minutos regresó con ella.

Cubetas de agua hervida.  Sábanas limpias.  El carnicero le dio todo lo que la partera pidió y esperó fuera de la recámara matrimonial.  Los gemidos de su esposa fueron intensificándose. El marido empezó a dar vueltas fuera del cuarto como una hormiga desesperada en un sartén caliente.

Horas transcurrieron.  Los gemidos sonaban cada vez más atormentados.  Aprovechando que la señora partera salió de la recámara por más agua caliente, el marido le agarró por la manga y preguntó: “¿Cuándo voy a ver a mi hijo, señora?”

“Ay, no sé, señor, ¡es que el bebé está atravesado!”, contestó la señora angustiada.

El hospital más cercano estaba de por lo menos medio día de viaje de este pueblo Michoacano. No había otra alternativa que Sra. Salazar.

Siguieron los gemidos de la esposa, mas cada vez más agotados.   El carnicero, que ha cuarteado muchas vacas con su cuchillo ágil, se sintió inútil por primera vez en su vida.

Salió la partera del cuarto, con su cara llena de pena, poniéndose su chalina sobre sus hombros para partir.  “Esto es más de lo que yo puedo, señor; lo siento mucho,” le dijo al carnicero sin verle en sus ojos.

“¡Alto allí!”, gritó el carnicero. La señora se detuvo por la puerta, asustada por la voz violenta.

Apresuradamente, el carnicero alcanzó el cajón debajo del cajero de la carnicería, sacó una pistola y lo puso sobre la mesa con un tal golpe que hizo saltar las tazas puestas sobre la mesa.

“¡Usted no saldrá viva de esa puerta sin que yo tenga mi hijo en mis manos hoy!”

No le quedaba otra opción a Sra. Salazar. Regresó asustada y resignda a la recámara de la parturienta para continuar con ella la desesperada labor contra las garras de la muerte.

Esta vez fue menos de media hora, aunque pareció eterna, antes de que el carnicero oyó el llanto de su primogénito.

Gotas de Rocío

La Terquedad en Amar

Él ya sabe que él no es suficiente para ella.  Lo supo desde el inicio.  Ella siempre está buscando algo. No sabe qué. Pero busca. Y él ve y percibe su búsqueda.  Cuando la tiene en sus brazos, ella está mirando detrás de sus ojos, como si sus ojos fueran un túnel para llegar a otro destino.

El piensa que quizás le falta a él a hacer algo para que ella esté satisfecha. El observa todo para ver qué es lo que le falta. Un día una línea de una canción flotó por el aire cuando paseaban por la calle, y ella casualmente comentó: “Esta canción suena bonita.”  Al día siguiente, ella encontró un paquete de regalo sobre la mesa cuando regresó de la escuela.  Fue un disco de ABBA que contenía esa canción del día anterior.

A pesar de su impecable atención, ella sigue insaciable.  Cuando están solos ella parece aburrida y con ganas de salir a ver más gente.  Cuando están con sus amigos, ella parece fastidiada y con ganas de estar en otro lugar.

El piensa que a lo mejor él ha hecho algo mal y ella lo tolera por buena voluntad.  El empieza a verter aún más esfuerzos en crecer su propia tolerancia para no sólo corresponderle sino también exceder la de ella con el fin de compensarla.  Resulta que su capacidad de dar alimenta el apetito de recibir por ella.  Más sacos de arena sobre el dique, más elevado el nivel de agua.  Un día ella regresó muy tarde con moretones en su cuello y él no le preguntó nada para no ponerla en una situación embarazosa.

Su terquedad en amarla se ha convertido en un instinto, que él no puede simplemente desprender aun cuando por fin se da cuenta que la insatisfacción de ella no es culpa de él.

La búsqueda sin saber qué buscar se ha convertido en un vicio, que ella no está consciente hasta que por fin encuentra su propia alma.

Lo que a él le salvó de una tragedia total es que al final dejó de sentirse insuficiente para ella antes de que ella dejó de sentirse vagabunda.

Él ya sabe que ella está destinada a ser pasajera en su vida.  Es su propia terquedad en luchar contra el destino que ha creado una historia intensa de amor, intensa para él en su momento, intensa para ella en eternidad.

Gotas de Rocío

La Mano de Mi Ex

hands

Siempre he querido escribir sobre la mano de Elsol. Tengo el miedo de olvidar cómo se siente su mano, ya que la última vez que la toqué fue hace más de veinte años.  Hoy durante la meditación de mi clase de yoga, en mi mente de repente sentí su mano muy cerca y casi pude tocar su piel y palpar su calidez.

Elsol tenía manos finas sin callos, las de un intellectual, diría mi abuela. De piel lisa y blanca, dedos largos y esbeltos, y nudillos discretos. Las uñas siempre bien cortadas o más bien perfectamente mordidas.

Cuando empezamos nuestro noviazgo, éramos los dos estudiantes más jóvenes del colegio. “Dos bebés,” dijo un compañero de la maestría. Primero me tomaba de mano para cruzar las calles. Luego íbamos mano en mano a todas partes – la escuela, el cine, el tianguis, la lavandería…   La única vez que soltó mi mano fue cuando tuvo que correr detrás del muchacho en La Habana quien nos arrebató dinero y se echó a correr. No tardó Elsol en regresar con nuestros dólares y me tomó de la mano de nuevo a seguir nuestro paseo.

En todos los años que vivimos juntos, dormimos con manos entrelazadas. Al apagar la luz, nos buscamos la mano. Si nos despertamos a media noche y encontramos nuestra mano vacía, buscamos la otra mano antes de volver al sueño.

En tiempos de angustia, esa mano me transmitió tranquilidad. En tiempos de tranquilidad, esa mano fue mi fiel compañía.

El siempre me decía que atravesé su vida como un carro que pasó rápidamente por una calle con charcos justo cuando él, un pobre perrito, estaba cruzando la calle tranquilamente, y “¡zummmm!” quedó todo mojado en medio de la calle sin saber qué hizo para que le tocara tal suerte.

En realidad yo me quedé empapada también. Después de partir, extrañé su mano desesperadamente. Tuve que aprender a vivir sin esa mano.   Sufrí.

Con el transcurrir del tiempo, la ternura de su mano se ha convertido en algo como el elusivo perfume en el aire. Lo percibo, mas no lo encuentro. Ando como otro pobre perrito, husmeando y husmeando, sin poder hallar la fuente de esa aroma.

Gotas de Rocío

El Terremoto

El día que sucedió el terremoto, dejé a mi marido por mi amante.

Estaba en mi apartamento en el cuarto piso y hablando por teléfono con mi amante. De repente, el edificio empezó a estremecer. Un temblor, le murmuré a mi amante, y continué platicando sin alterarme. En lugar de atenuarse, el edificio siguió sacudiéndose con más violencia. Pronto comenzó a chirriar como viejos huesos que no aguantaban el peso encima. Pedazos de cal empezaron a caerse de una esquina del techo. Te vuelvo a hablar en un ratito, le susurré a mi amante. Colgué el teléfono, miré a mi rededor y fui a pararme debajo del marco de la puerta. El marco flaco no inspiraba confianza, mas no veía otro lugar de más fortaleza. Con toda calma, estuve parada allí mirando más fragmentos de pared desprendiendo del techo, hasta que por fin se apaciguó la bestia del terremoto y la estructura dejó de agitarse. Entonces volví a marcar el teléfono de mi amante.

Después del suceso, me di cuenta de que el miedo nunca me entró durante los movimientos sísmicos, ni siquiera cuando amenazaba un colapso de la construcción. ¿Por qué? Porque tenía toda la seguridad de que si el edificio se derrumbara y me enterrara, él, mi marido, sabría exactamente dónde ubicarme, por milagro o sexto sentido, y me rescataría del derrumbe aunque tuviera que excavar con sus dedos. No tenía importancia la cuestión de que si fuera realista esperarlo a poder encontrarme en una montaña de ladrillos y cemento de una edificación desplomada y extraerme viva. Lo que importaba era mi certeza de que él lo haría. Con él, yo nunca me sentiría sola, abandonada o desesperada.

Cuando ocurrió el sismo, ya tenía meses vacilando entre quedarme con mi marido o embarcar en una nueva vida con mi amante. Había empacado más que una vez, sólo para desempacar otra vez al día siguiente. La indecisión me atormentaba.

El temblor sacudió mi alma. Me desveló una imagen de esta mujer, sentada sobre una roca muy firme, pero mirando el árbol de arriba con ojos soñantes y suspirando por no saber si levantarse a morder el fruto del árbol o seguir pegada a su roca sólida.

Entonces me levanté a alcanzar el fruto del árbol.

Y vi que mi roca preciosa, ya no más mía, empezó a crecer alas y fue subiendo al cielito lindo. Volaba con tanto brillo que iluminó mi universo para siempre.