Por muchos años, él estaba naufragando en el estómago de una serpiente. No tuvo tiempo de contemplar o pensar cuando lo engulló. Recordaba que le había ofrecido a la serpiente una rosa, roja profunda como se imaginaba del color de su propia sangre. La rosa fue dañada cuando la víbora se le arrebató y lo tragó a él con todo y su ofrenda.
La serpiente venía de un mar de lejos. Larga e interminable, se movía con determinación, mas sin rumbo ni destino. En su barriga vacía llevaba una insaciabilidad, que ni ella sabía de qué. Era transparente y tomaba los colores de sus alrededores. Era una hermosura cuando nadaba por arrecifes de coral. La serpiente miró el trébol en la sien de él cuando éste le ofreció su rosa. Lo devoró en un segundo y la digestión tomó años. De hecho, la culebra rumiaba toda su vida lo que extrajo de él.
Mientras paseaba por el interior de la serpiente, él dejó plantadas semillas de su trébol a lo largo del cuerpo reptil. Ella jugaba con las hojas del trébol sin prestar atención a las semillas esparcidas como un veneno del bien. A él lo sacudía y lo confundía cuando ella batallaba en las tempestades de su mar y lo hería con la ignorancia e incluso indiferencia de su propio impacto. Él siguió sembrando semillas de su trébol, hasta que un día la víbora lo eructó para afuera durante un tsunami.
Al liberarse del vientre de la serpiente, él encontró la rosa intacta en su mano, profundamente roja como su propia sangre, llena de bien y de verdad.
Un día, de la serpiente nació una paloma, blanca como la nieve y tierna como un pan nuevo. En el pico de la paloma acarreaba un trébol, verde y fresco como la primavera.