La primera vez que visité a mi novio Elsol en la casa donde se hospedaba como estudiante, el perro de la dueña de la casa se lanzó sobre mi. Viniendo de un país donde no había perros como mascotas, estos animales equivalían a lobos para mí. Grité por mi vida con un brinco para atrás y casi me desmayé. Desde entonces, Elsol odiaba al perro, que se llamaba Pipo, y siempre lo pateaba a un lado cuando yo llegaba para que no me molestara.
Desgraciadamente no fue sólo Pipo. Muchas casas en el barrio tenían un perro. Curiosamente, todos los perros, grandes o pequeños, me ladraban al verme acercar. Venían corriendo hacia la puerta de rejas y saltaban contra las barras de hierro enseñándome sus colmillos feroces. Caminando en el barrio, yo siempre trataba de mantener una buena distancia de las rejas para que esos canijos siempre al acecho no me sorprendieran.
“¿Por qué siempre me ladran a mí, y no a tí?” Le pregunté a Elsol.
“Porque comiste a sus primos.” Elsol contestó con una mueca. “En China se come carne de perro, ¿no?”
Años después, llevé a Elsol a China para presentarlo a mi familia. Un día nos invitaron a un restaurante de comida exótica. Como buena anfitriona, yo le explicaba con mucho entusiasmo cada plato que se servía: hormigas gigantescas fritas, grillos crujientes, estofado de jabalí, camarones borrachos (o sea atarantados en licor), etc, etc. Como buen huésped, Elsol se portó muy valiente y con palillos medio trancados entre sus dedos probó todo con curiosidad and apreciación.
Cuando trajeron carne de perro, decidí callarme hasta que lo probara. Candente sobre la parrilla y brillando con un exquisito aroma de vino de arroz y especias orientales, la carne estaba hecha a perfección – tierna y jugosa – sucumbiendo al paladar. Le gustó tanto a Elsol que se sirvió otro trozo voluntariamente. Gozando de la delicia en su boca, me preguntó:
“No me has dicho qué plato es éste tan rico?”
“No sé si fue un primo o sobrino, pero cuando regresamos a México, Pipo te va a ladrar a ti también.”